¿Acaso exista algo más inherente a la vida, que el concepto necesario e indispensable de la muerte? Claramente, la respuesta es no. Y aunque el buen Calvero, en medio de su amor profundo intentaba convencer a Thereza de que solo “algo hay tan inevitable como la muerte, y es la vida”, la gran tragicomedia paradójica que se clavó profunda en los corazones de los televidentes, fue el ser espectadores de su más noble, íntegra, honesta y libre decisión, de abrazar a la muerte, mientras, entre candilejas, cada rincón se impregnaba de su más pura quintaesencia.
Siendo reflexivo sobre lo inescindible en la relación vida-muerte, se considera en lo personal, que no debería dejarse al azar del implacable tiempo postergado, un evento tan trascendental e íntimo como lo es la muerte -y menos cuando, a pesar de las vicisitudes, es la vida misma la que otorga el sublime libre albedrío de escoger. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué?
A diferencia de lo que ocurre en otros asuntos complejos en los que se debate el respeto por los derechos de un ser humano -aunque para ello medie el factor muerte, como ocurre con el aborto, por citar un ejemplo-, la decisión del buen morir en condiciones de autonomía y dignidad, tiene una naturaleza tan personalísima, que solo le es equiparable en dimensión y necesidad de ser respetada, la decisión del no morir mientras el ser supremo en que se crea, así lo disponga.
Es decir, el libre desarrollo de la personalidad que conlleva la decisión sobre la vida de sí mismo, es un bien supremo que merece todo el respeto que cualquier sistema jurídico, que se precie de ser razonable y civilizado, debe garantizar; tanto para quien decide autónomamente dar fin a su vida -y así preservar su concepto subjetivo de dignidad-; como para quien decide esperar a que su Dios tome esa decisión – materializando igualmente su concepto subjetivo de dignidad-, pues, aunque en uno u otro caso resulte completamente discutible la decisión y sus móviles, ello no exime al ser humano de dar hasta la última gota de su sangre en la defensa del prójimo al expresarse libremente como persona, siempre y cuando no trasgreda derechos superiores.
La dignidad, entonces, es un componente esencial para el desarrollo de la existencia del ser humano, pues en la medida en que a él se le permita la libertad en la toma de decisiones autónomas sobre el diseño de su plan vital con respecto al modo en que desea asumir la muerte, se garantizará la dignificación desde el inicio de su existencia hasta que esta termina desde lo físico, e incluso más importante, frente a lo que será su legado en este plano cósmico.
Así, al igual que resulta ilegítimo decidir unilateralmente la muerte de un ser humano sin justificación razonable; también lo es, imponerle la obligación de vivir a una persona, cuando quiera que en su más profundo sentir, su existencia se ha tornado insoportablemente indigna con cada respiro.
Andrés Esteban Jaimes
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